¿Cuál es el desafío?
Para esta ocasión hablamos de dos miedos en uno. En el primero de los casos, el desafío es poder bailar en una pista de baile y no huir en el intento. El segundo desafío consiste en dejar de ir a bailar a pistas de baile.
¿De qué tienes miedo y por qué?
Primer caso: miedo a sentir vergüenza, a sentirme observado, a sentirme rechazado, miedo al que dirán los demás. Miedo a no poder bailar nunca aunque sea una actividad que quiera hacer, nunca he bailado hasta el momento.
Segundo caso: aquí el miedo se tornó muy diferente, pues desarrolle un hábito extremadamente tóxico de salir a bailar semana sí y semana también, incluyendo varias salidas nocturnas en la misma semana e incluso yendo solo en muchos momentos, afectando todo esto a mi ritmo de vida. Estaba enganchado, al baile, la noche, las sensaciones que traían consigo el mundo de la noche. Pasé de un extremo a otro y era evidente que tenía un problema. Pues día que no podía salir a bailar podía sentir perfectamente el antojo intenso de ir, y si no iba, me irritaba y me enfadaba. Así que el miedo era romper con ese círculo y salir de ese bucle.
¿Qué tal ha ido la experiencia?
Ponte cómodo/a, que aquí viene la historia:
Con 23 años, podía contar con los dedos de una mano las veces que había salido a bailar en una discoteca. Y es que, cuando mis amigos me invitaban a salir a una discoteca yo siempre encontraba excelentes razones para no tener que ir.
Si bien es cierto que rehusaba a ir muchas veces por el ambiente que invitaba a beber alcohol (y yo no bebo), lo cierto es que lo que más me aterraba era saber que mis amigos se pondrían a bailar por toda la sala, y por ende, yo también debía hacerlo. Y precisamente eso era lo que me aterraba, bailar.
Y es que, como persona tímida y vergonzosa que siempre he sido, el hecho de ponerme a danzar sin tener ni un tipo de conocimiento de ello, hacía que me imaginase todas las situaciones negativas que, en un supuesto caso, podrían suceder en una discoteca: que todo el mundo me esté mirando mientras yo me muevo como un palo sin ritmo y sentir esas miradas juzgadoras, que la chica que me gusta vea lo mal que se me da y me rechazase, o directamente compararme con los demás y ver que que doy pena bailando.
La verdad es, que tiempo después entendí que en esos lugares apenas te van a prestar atención, y que gran parte de todo ese miedo es imaginario y no va a suceder. Sin embargo a esa edad no era consciente de ello y mi ego me decía «no bailes porque lo vas a hacer fatal y te vas a sentir mal». Así que evitaba a toda costa salir «de fiesta», y las poquísimas veces que fui con algunos amigos, al rato de entrar yo era el chico de la barra que estaba serio sin hacer nada, viendo como mis colegas se la pasaban bebiendo y bailando, mientras yo a cada minuto que pasaba me enfadaba más y más con el mundo.
Solo una vez y de la forma más aleatoria posible, llegué a cultivar una relación de pareja con una persona que conocí en la discoteca, y fue sin bailar porque, obviamente a mi me daba vergüenza y le invité a salir a la terraza para charlar. Pero en general, esas 4-5 veces que había ido a una discoteca hasta los 23 años, lo que sucedía siempre era que a la hora u hora y media de entrar al antro, yo era el primero del grupo en irme a casa. Y siempre lo hacía enfadado conmigo y con el mundo, pues una parte de mí quería formar parte del grupo, bailar, pasarlo bien, desinhibirme y quizá conocer a alguien en ese lugar, pero optaba por huir y quedarme en casa enfadado.
Siempre tuve ganas de bailar pero nunca me había atrevido, esa era la verdad. Una espinita ahí clavada. Así que un día decidí, junto con un amigo, enfrentarnos a ese pavor que teníamos de mover el esqueleto al son del reggaeton.
Nuestro primer día fue horrible. «London» tenía como nombre el primer lugar al que fuimos en un frío sábado y era evidente que el fracaso estaba anunciado para antes pasar por la puerta. No obstante, ya tenía cierta experiencia en eso de «enfrentar miedos» y sabía que saborear la «misión fallida» las primeras veces que quieres enfrentarte a un miedo era algo normal.
Por lo que, decidimos seguir visitando ese garito semana tras semana. Y día que íbamos, fracaso que nos comíamos. No éramos capaces de bailar ni aunque fuese un poquito. Con el vaso de cocacola en la mano, de pie y con esa sensación de decirte a ti mismo «vamos coño, haz algo que está todo el mundo bailando menos tú» apoderándose del momento, subiendo los niveles de ansiedad social y dejándome con las ganas de huir de aquel lugar.
Pero algo curioso estaba sucediendo. Cada vez que íbamos, el fracaso era menor.
El primer día nos lo pasamos en la barra. El segundo, una parte en la barra y otro en la pista sin movernos. El tercero, en la pista y aguantando un rato más de lo normal. El cuarto, ya en la pista y en algún momento moviendo el pie hacia un lado y el otro, marcando el un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres cuatro…
Las semanas pasaban y se convertían en meses…
El progreso se hacía más evidente y a los 2-3 meses mi amigo y yo ya comenzábamos a dar nuestros primeros pasos, y sobretodo, a no compararnos con los demás sino en centrar nuestros sentidos, en la música, en disfrutar el momento y la compañía. Ya no pensábamos tanto en si dábamos pena bailando porque bailar se había convertido en una realidad. Le habíamos visto la cara al miedo, aguantamos la sensación de abandonar y comenzamos a disfrutar del movimiento sin pensar en «el qué dirán»(y sin una gota de alcohol, que también tiene mérito).
Recuerdo tratar de aprender algunos pasos nuevos con tutoriales de Youtube antes de salir de disco pues ya se volvió la rutina de los fines de semana el «salir de fiesta» en el que incluso comenzábamos a «abrir la pista». Llegó un momento en que éramos nosotros quienes bailábamos y nuestro alrededor estaba de pie como nosotros unos meses atrás.
Con ello, llegaron nuevas emociones y sensaciones. Las que, de algún modo, me llevaron a un lugar mas tóxico aún. El miedo a bailar se había convertido en un respeto y ahora disfrutaba plenamente del baile y de la música, el miedo se había convertido en una especie de «pasión», pues realmente disfrutaba bailar. Además, y no menos importante, sucedió algo que jamás hubiéramos imaginado.
Y es que, ligar para mí siempre fue también un impedimento en mi adolescencia. Me era muy difícil hablar con una chica, y menos aún invitarla a bailar en una discoteca. Eso era impensable. Sin embargo y cómo por arte de magia, en muchas ocasiones en las que estábamos bailando en una discoteca, eran ellas quienes se acercaban a nosotros. Ya no solo disfrutábamos de bailar, sino que también teníamos la oportunidad de conocer gente nueva.
Sí, suena terriblemente mal y egocéntrico pero déjame decirte que no tengo la menor de las vergüenzas en decirte que en mi adolescencia apenas conocí chicas. Porque como era tímido y miedica, para yo tener que acercarme a hablar con una chica tenían que alinearse todos los astros.
Y fue en las discotecas donde podía tener la oportunidad de hablar con chicas sin necesidad de tener que iniciar una conversación. En realidad, creo que nosotros al tratarnos de unos chavales bastante sanotes que se pasaban toda la noche en su círculo sin molestar a nadie (y menos a chicas) y riéndonos entre nosotros mismos, entendí que generábamos buen rollo y eso se palpaba en el ambiente.
Y esa fue la sensación a la que me enganché.
Todo empezó con un miedo a lo que logramos enfrentarnos y poder disfrutar de una actividad a la que tanto temía, para después encontrarle el gusto y disfrutar plenamente (incluso barajando la opción de aprender baile en escuelas) pero que desembocó en una adicción por ir a ese tipo de lugares, por engancharme a esa «dopamina» que generaba el ambiente nocturno y el hecho de que podía conocer personas nuevas, semana tras semana, al mismo tiempo que sentía esa «validación», en la que sin tener que hacer nada, podía ligar.
Por dos años, lo que se convirtió en una actividad que realizábamos una vez cada quince días, paso a ser semanal, después 2 veces a la semana, hasta llegar a las 4 veces muchas semanas e incluso, yendo yo solo si nadie quería ir conmigo.
Sí, fui muchas veces solo a discotecas a bailar. Las primeras veces que iba solo eran la prueba más evidente de que había superado mi miedo a bailar. Sin embargo, al final, iba por obsesión pura y dura. Era un adicto a sentirme validado, a embriagarme de las sensaciones que ofrece la noche y ese tipo de ambientes. Incluyendo lugares como «Shoko», «Opium» o «Catwalk» en plena Barcelona, yendo solo y pasando toda la noche hasta que saliera el sol. Mi cara debería de aparecer en numerosos álbumes de fotos de las noches en esas discotecas y muchas otras.
Durante dos años me enganché al bailar, a las discotecas, a la validación, a la dopamina instantánea… Gracias a Dios no había otro tipo de enganches pues siempre he sido un firme opositor a beber alcohol o tomar drogas y en eso mi postura es férrea.
Los fines de semana ya no eran para viajar o hacer actividades varias. Prácticamente todas las semanas era salir a bailar, ir a discotecas, revivir el frenesí de la noche…
Tardé tiempo en darme cuenta de que la noche estaba robando mi vida y que era el mismo miedo, pero de otra forma, el que me guiaba a seguir manteniendo la misma rutina semana tras semana.
Al principio tenía miedo de salir a bailar y al final tenía miedo de no poder seguir yendo a bailar. Pasé de un extremo al otro. En cierto modo, estaba siendo infeliz, pues sólo con esas sensaciones nocturnas lograba evadirme de mi propia realidad ya que era evidente que no estaba cómodo con mi realidad.
Finalmente y después de darme cuenta de que estaba cayendo en un pozo sin fondo, logré darme cuenta de mi propia desdicha y de forma brusca dejé de salir. Llegué a sentir algo de abstinencia, pues el cerebro sabe que hay ciertas cosas que son muy adictivas, y salir a bailar y dejarse llevar por la noche era muy adictivo. Pero lo cierto es que no fue excesivamente difícil, me concentré en otras áreas de mi vida y el salir por la noche se estaba convirtiendo, a cada mes, en una actividad cada vez menos frecuente. Y si salía por las noches era para otro tipo de planes.
Entendí que, el veneno está en la dosis, y desde entonces he salido esporádicamente a sitios nocturnos a bailar, entendiendo que las cosas de forma esporádica, son sanas.
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